Son dos arquitectos bien conocidos, ejemplares de nuestro siglo pasado, por lo que no se trata de una exposición de sorpresas, más bien de reconocimiento y repaso de sus trayectorias. Lo que a la vez permite una lectura en la que dos aspectos nucleares de sus carreras contrastan especialmente con nuestro momento (al margen de lo prolífico y la altísima calidad de su obra, en realidad el mayor punto de contraste con un presente tan mediocre).
Sorprende que, precisamente generaciones de arquitectos que se educaron en el clasicismo, sean las que mejor supieron expresar el lenguaje moderno y ofrecer una imagen que hoy no ha variado sustancialmente, a pesar de que sí que lo ha hecho la formación del arquitecto. Leyenda de pioneros que ya había empezado antes al norte de los Pirineos y en los Estados Unidos y que tiene en estas dos figuras su expresión más clara en nuestro país. Es inquietante observar sus ejercicios de escuela, los retratos, los proyectos, comprobar su atención a aspectos en los que ya no pensamos más o admirar el cuidado de sus dibujos por matices que hoy ni siquiera comprendemos.
Fisac. Capilla del Espíritu Santo. 1942-47 |
Un planteamiento, sin embargo, que con el asentamiento de la industrialización ha devenido contradictorio. Es verdad que la práctica no ha hecho más que refrendar lo que en la teoría parecía presumible, pero no es menos cierto que el fenómeno ha terminado resumido en la producción de dos o tres modelos estándar para cada pieza de la construcción y reducido muchas veces la arquitectura a la ingrata labor de escoger variaciones de las mismas fichas, tratando infructuosamente de formular algo nuevo.
¿Renegamos de la producción estandarizada y nos abandonamos todos a diseñar hasta el último rincón de los edificios? Entonces no habríamos aprendido nada de esta exposición, y en ella –el eterno retorno mediante– se encuentran las claves para superar nuestra coyuntura: Saber escapar del catálogo del clasicismo para formular una arquitectura consistente con aquel momento fue su apuesta.